Hoy os traigo un «relato de terror» para que disfrutemos de la semana más aterradora del año:
Hilda había vuelto a mentir cuando aseguró que desconocía la identidad de la persona que había asesinado al lechero.
El pueblo entero había salido para despedirse de un vecino tan querido. Hilda se abrazó a su padre cuando se disponían a enterrar primero el cuerpo de un caballo.
«Lo guiará en el reino de los muertos» le había dicho su padre cuando vio por primera vez aquel ritual.
Cuatro asesinatos en cuatro meses y toda una vecindad en vilo al no tener ni una pista sobre el culpable; los rumores y las sospechas ya empezaban a esparcirse, ninguno se acercaba a la verdad.
Hilda fue la última en abandonar el cementerio; le había pedido a su padre un rato más para visitar la tumba de su madre, pero lo que hizo fue pasearse por la de los asesinados: el pastelero espiaba a los niños en el prado; el policía aceptaba dinero para no ver el maltrato a los trabajadores de una fábrica que ya estaba siendo investigada; el profesor abusaba de su poder y pegaba de más a sus alumnos; y el lechero… el lechero se había atrevido a tocar a su hermana en lugares inapropiados.
Lo único que tenían en común los asesinatos era que Hilda había descubierto todos los cuerpos, aun así ¿quién se atrevería a sospechar de una joven de catorce años?
Volvió a casa a tiempo para la cena y aunque no estuvieron muy habladores, aprovechó el silencio para agradecer que estuvieran a salvo un día más.
Fue directa a su habitación y se puso el camisón blanco que usaba como pijama; pronto se dio cuenta de que tenía una mancha de sangre seca justo en el pecho; se deshizo de él y fue a escondidas hasta las pertenencias de su madre para conseguir otro, aunque le quedaba grande le valdría para dormir. Al volver a su cuarto, se asomó por la ventana para descubrir que la luna estaba llena y más grande de lo que la había visto jamás.
La noche era tranquila, sin nubes en el cielo y con una brisa leve que movía las hojas de los árboles. La mirada de la joven se quedó fija en la entrada del bosque como si esperase ver aparecer algo que no se materializó. Un escalofrío le recorrió la espalda entera y se alejó del paisaje sabiendo que la luna llena traía consigo sombras siniestras y malos augurios.
A pesar de todo, se acostó y tras varios minutos donde su mente parecía estar dispuesta a no callarse, consiguió quedarse dormida.
Fue ya pasada la media noche que lo escuchó:
Clac.
Clac, clac.
Aquel sonido inconfundible la perseguía una noche más.
Clac.
Clac, clac.
Cerró los ojos con fuerza porque el cuerpo entero empezó a temblar y ella solo deseaba que fuese un mal sueño y que despertarse descubriendo que no había pasado nada.
Clac.
Clac, clac.
No aguantó más y se levantó de un salto para asomarse a la ventana: nada. La noche seguía igual de tranquila salvo por el viento que se había incrementado un poco.
Clac.
Clac, clac.
Se tapó las orejas con las manos. Odiaba ese sonido. Odiaba todo lo que conllevaba y, aun así, no fue capaz de desviar el rostro del paisaje y sobre todo de esa parte del bosque. La respiración se iba entremezclando con los segundos que pasaban lentos y con una quietud típica que precedía a la tormenta.
Pronto vio aparecer esa dichosa figura que reconoció de inmediato: la criatura que inundaba sus pesadillas más reales.
Clac.
Clac, clac.
El caballo de tres patas se dejó ver bajo la luz lunar: el pelaje sucio y con calvas; la piel completamente pegada a los huesos; el hocico seco y agrietado; y esos huecos que pretendían ser ojos se alzaron para contemplarla, desnudando su alma hasta lo más profundo. Sin duda, Helhest volvía a visitarla para recordarle lo poco que le quedaba.
Hilda se alejó de la ventana y corrió descalza hasta la puerta de salida. No podía quedar así. No podía decirle que su trato se había roto cuando ella le había dado otras almas a las que llevar al más allá.
Se acercó a las establos sin apartar la vista de aquel ser espectral que la visitaba alguna que otra noche y se atrevió a coger un saco de avena; lo arrastró por la hierba hasta dejarlo delante del ser que pareció estar mirándola sin verla realmente.
—Aquí tienes, te ofrezco esta avena para que me dejes en paz de una vez.
Tosió, sintiendo que los pulmones empezaban a fallarle.
El caballo agachó el rostro y olisqueó la ofrenda para, acto seguido, dejar escapar un bufido y sacudir la cabeza haciendo que la crin despeluchada se moviera de un lado a otro. Parecía que el animal pretendía marcharse… no, no lo iba a permitir no cuando su presencia significaba que le quedaba poco tiempo de vida.
«Las personas que oyen o ven a Helhest están a punto de cerrar los ojos e irse» le había dicho un compañero de clase y al principio pensó que solo había sido para infundirle miedo, no obstante la primera noche que el caballo la visitó supo que era verdad.
Había conseguido librarse de la criatura durante cuatro meses y creía que había hecho todo lo posible para evitar el destino cruel que le tenía preparado. No podía morir, se negaba a morir por culpa de una enfermedad. Era joven y tenía mucha vida por delante; aún no había conocido a su primer amor o aceptado el primer trabajo donde le daban dinero de verdad y no las pagas que le ofrecía su padre. Le quedaba mucha vida por delante y no aceptaba que se acabase tan pronto y mucho menos por culpa de un caballo que no la dejaba en paz.
—No, ¿a dónde vas? —Alzó la mano como si quisiera acercarse al animal y detenerlo—. Por favor, acepta la ofrenda, por favor.
Lloró, era imposible no hacerlo. Ella quería quedarse allí más tiempo, disfrutar de su familia y cuidarla hasta que sus manos estuvieran arrugadas y manchadas por el tiempo, si bien, Helhest la había reclamado y parecía que no había nada que pudiese hacer para evitarle.
El animal dio varias coces en el suelo con la pata izquierda trasera y relinchó alzando la única delantera que tenía para girar y perderse en el bosque.
—¡No!
Hilda se levantó de un salto, hizo una especie de canasta con el bajo de su vestido que arrastraba y puso allí toda la avena que pudo. Las manos le temblaban y muchos de los granos se cayeron al suelo. Sin pensarlo demasiado, alzó la cabeza y empezó a correr siguiendo al caballo que ya empezaba a perderse en la negrura.
Su único crimen había sido deshacerse del animal ofreciéndole otras presas más jugosas. Había conseguido mejorar la vida de muchas personas; su padre ya no tenía que estar a las órdenes de un hombre que lo esclavizaba hasta que le arrancaba la energía y las ganas de jugar con sus hijas; su hermana podía volver a salir por la mañana temprano a recoger la leche sin que aquel monstruo se aprovechase de cualquiera de sus despistes; sus compañeros de clase aprendían cada día más y no a base de palos; los niños jugaban en el prado tranquilos… Todo era por el bien común. Hilda no asesinaba sin razón. Hilda le ofrecía a Helhest las mejores ofrendas y, aun así, seguía apareciendo bajo su ventana cada vez con más frecuencia.
Se limpió las lágrimas con la mano libre que le quedaba. Habían perdido a su madre y no podía permitir que se la llevasen a ella también por algo que no tenía control.
—Detente, por favor.
El caballo giró en un árbol que estaba seco y se introdujo en una zona mucho más densa, donde las raíces sobresalían por el suelo. El bosque se iba haciendo más oscuro conforme avanzaba; la luna no la seguía acompañando como lo había hecho hasta el momento. Hilda, sin embargo, no se asustó; le daba más miedo no poder convencer al caballo de que le diera una oportunidad, que se olvidase de ella y no la reclamase hasta que estuviera cubierta de arrugas. No iba a detenerse hasta conseguirlo, daba igual que se le fueran cayendo los granos de avena o que se tropezase con las piedras y las ramas del camino. Era imposible que apartase la vista de Helhest que no parecía tener prisa aunque iba más rápido que ella.
Tan obcecada iba con su objetivo que no fue capaz de prevenir la caída; los granos de avena saltaron por el aire y ella fue lo suficientemente veloz como para agarrarse a una rama que sobresalía.
Jadeó. Jadeó porque se le cayeron las zapatillas. Tragó saliva con fuerza y levantó la vista por encima del hombro para ver que aquel agujero era tan oscuro que no veía el final. El corazón le saltó hasta la garganta, queriendo trepar por ella y huir. Cerró los ojos intentando pensar en lo que debería hacer y los abrió cuando un resoplido le movió el flequillo: Helhest la estaba mirando desde arriba con sus cuencas vacías, asomándose al abismo como si quisiera empujarla con la cabeza.
«Tu madre te estaba esperando».
La voz resonó en su mente como un estruendo que hacía sangrarle los oídos.
«Ibas a reunirte con ella, ¿sabes? Y ahora…»
No terminó la oración y Hilda notó el sudor recorrerle la frente y bajar por la mejilla. Ver u oír a Helhest era sinónimo de mal presagio, pero ser guiada por él significaba acabar en el peor de los lugares y ella le había perseguido como una tonta, dejándose embaucar en cada paso que daba.
—No —consiguió decir entre lágrimas—. ¡No!
«Podrías haber tenido una muerte pacífica, pero decidiste acabar con la vida de otros».
—¡Eran monstruos!
«Esa decisión la tenía que tomar yo».
Hilda pudo ver que en lo más profundo de las cuencas negras se encendía una llamarada.
«Matar por la espalda solo te convierte en la misma escoria que ellos. No mereces la paz y no mereces el perdón».
—Por favor… Por favor, no. Déjame arreglarlo, haré lo que quieras.
Helhest resopló y levantó la pata delantera para aplastarla contra el suelo y soltar polvo, Hilda pudo detenerlo a duras penas tapándose con el brazo que le quedaba libre. Tosió siendo consciente de que se le habían saltado las lágrimas. Pestañeó y se agarró con las dos manos a su único salvavidas.
«Sí que eres persistente, humana».
—Ya te lo he dicho. No pienso morir.
«Tendrás que hacerlo».
Aquel verbo resonó en su mente y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Se atrevió a mirar de nuevo a la criatura que seguía teniendo las cuencas impregnadas de un rojo débil. Según pasaban los segundos, la llama de su interior se iba apagando y se transformaron en un azul leve que cautivó a la chica hasta el punto de que aflojó su agarre durante una milésima de segundo.
Quizás debería dejar de aferrarse a una ilusión. Quizás debía dejar de luchar. Hacía ya muchas noches que no dormía, que no tenía sueños agradables. Había dejado de salir a pasear con su hermana, de dedicarle las horas al huerto que tenían al lado de casa y que tanta calma le daba. Todos sus días habían estado rodeados de cadáveres, sangre y dolor. Desde que se obsesionó con evitar la muerte se había olvidado de lo que era vivir.
Helhest resopló y dio un paso hacia delante, manteniéndose al borde del precipicio. Agachó la cabeza y agarró la parte trasera del camisón con los dientes. Hilda se dejó hacer mientras notaba que la tela se apretaba con fuerza sobre el cuello. Aquella sensación desapareció cuando el caballo la montó sobre el lomo.
«No suelo hacer esto, pero podemos irnos juntos».
Hilda se atrevió a tocar la crin despeluchada del animal: era áspera, pero encontraba en ella algo que la reconfortaba. Sentía los huesos de las costillas clavarse en las piernas y, al contrario de lo que podría haber imaginado, no le importaba. Ignoraba lo que iba a encontrar al otro lado, quizás era peor que sus últimas semanas de vida y a pesar de todo, sabía que estaba haciendo lo correcto al reconocer sus pecados.
—¿Al menos podré decirle adiós a mi madre? —dijo con un nudo en la garganta.
«Ella ya está preparada para despedirse de ti por segunda vez, Hilda».
El caballo saltó directo al agujero y la oscuridad se los tragó para no devolverlos jamás.
A la mañana siguiente, el padre encontró el cuerpo de su hija tumbado en la cama, con el camisón manchado de sangre y los granos de avenas pegados en la tela. Nadie supo qué había pasado. Nadie se atrevió a averiguarlo, si bien, desde que Hilda se marchó los asesinatos en el pueblo habían cesado.
NA: Si queréis leer má historias en el blog de terror os sugiero que busquéis las categorías correspondiente. O mi recomendación de esta semana es: The hell hole
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