Con la misma piedra

Etiquetas: Romance, Realista

Caminaba distraído, con aires de nostalgia y con las manos ocultas en los bolsillos de su pantalón. Iba mirando hacia el suelo, pero sabía esquivar cada obstáculo que se le pasaba por delante. 

El cielo no le acompañaba en su pena: el sol brillaba más fuerte y más alto que nunca. Las personas andaban felices, con sus vestimentas cortas, frescas y que enseñan más piel de la que debería estar permitido por norma general. Charlaban entre ellos, a través del móvil con auriculares casi invisibles, esquivaban a los que iban más lentos o resoplaban cuando veían que no los podían adelantar. Parecían tener prisa por llegar a algún destino, quizá iban con la hora pegada a la espalda, apremiándole a cada segundo que pasaba.

Pero él no se daba cuenta de eso. Él solo era capaz de fijarse en sus mocasines negros que brillaban con la luz del sol. Lo odiaba. Prefería que fuesen de color mate, que reflejase lo que estaba sintiendo por dentro. 

La vida no era justa. La vida era una mierda. Era lo que siempre se repetía, a cada paso que daba, a cada respiración que soltaba. ¿De qué servía respirar si se iba a morir igual? ¿Y si lo que lo mataba era el propio oxígeno? Pero no podía vivir sin él y tampoco podía vivir con él. 

Era una relación mala, tóxica. De las peores que había visto en su vida. Y él había visto muchas. Parecía ser que atraía a ese tipo de personas. Todo lo que había tenido era eso. Pero esta última… esta última había sido como el oxígeno. Seguía siéndolo.

«No puedo vivir contigo, pero tampoco puedo vivir sin ti». Recordaba que se lo había susurrado una noche mientras contemplaba su silueta y se imaginaba las facciones de su rostro. 

¿Y todo por qué? Porque los demás se interponían entre ellos. Porque los demás decidían qué estaba bien y qué estaba mal en su relación. Porque se dejaban guiar por las apariencias, por los celos, por los gritos y los portazos a altas horas de la noche. Porque no hablaban lo suficiente y porque se ocultaban secretos. No podían no pelearse, pero tampoco podían dejar de comerse la boca después de unos segundos en silencio. 

Era una relación explosiva, que los dejaba con la piel quemada, con los órganos destrozados, pero con la sonrisa en el rostro, como si no hubiese ardido el dormitorio que consideraban su santuario. 

Acababa y empezaban. Se reducían a polvo y, después, volvían a renacer solo para caer de nuevo en la misma piedra. Una y otra, y otra, y otra, y otra, y otra vez. ¿Y valía la pena? Se habían hecho esa pregunta millones de veces. ¿Valía la pena? ¿Valía la alegría? ¿Se acordaban más de las lágrimas o de las risas?  ¿Cuándo fue su última pelea? ¿Y su último beso? 

Chasqueó la lengua al darse cuenta de que no sabía cuándo había sido. Recordaba sus gritos mientras le tiraba el móvil a la cabeza, por poco le dio. Recordaba cómo habían tratado calmarse sin conseguirlo, porque eran dos piedras chocándose sin descanso: al final saltaba la chispa, fuera para bien o para mal. 

Recordaba todo eso, pero no era capaz de recordar la última vez que le había dicho un «te quiero». No recordaba a qué había sabido el último beso que le dio y ni se había sido entre risas o con lágrimas en los ojos. No era capaz de recordarlo. 

Por no recordar, no quería recordar ni que estaba andando por la calle, con las manos metidas en los bolsillos y la cabeza gacha. Así que no supo por qué se sorprendió cuando se chocó con aquella persona.

—Perdona. —Fue capaz de decir antes de sacudir su cabeza para arreglarse el pelo y alzar la vista para encontrarse con los ojos de esa persona de la que había estado huyendo durante casi media hora. 

—No, perdoname tú.

Y así, tan fácil, tan sencillo, como si unos seres malvados hubieran movido los hilos de su corazón, volvió a tropezar con la misma piedra que no paraba de hacerle sentir vivo, pero que lo mataba lentamente.

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