Etiquetas: Fantasía, Drama, De época
Los rumores contaban que una princesa se hallaba encerrada en una de las torres más altas que se alzaban en el interior del bosque.
Al principio, el heredero a la corona no se detuvo a escuchar lo que su pueblo andaba susurrando por las calles. Todos desconocían cómo se había lanzado aquel cuchicheo, pero se extendió tan rápido como la pólvora.
Había especulaciones sobre cómo sería aquella princesa y de dónde provenía: rubia, de ojos azules, frágil como el cristal, pero igual de hermosa. Ligera como una pluma y dulce, extremadamente dulce. La princesa ideal para todo aquel que se atreviese a soñar.
Un día llegó a palacio un rey de tierras lejanas, pidió ver al príncipe. El pueblo estaba expectante. Al estar finalmente ante el heredero se arrodillo, con la cabeza gacha y a media voz pidió:
—Señor, me postro ante vos para suplicaros ayuda.
—¿Qué desea, buen rey? —El príncipe se sentó en su trono y ladeó la cabeza observándolo con infinita curiosidad.
—Mi hija… sigue prisionera en la torre. Hemos hecho todo lo posible por rescatarla, pero solo el amor verdadero podrá traerla de nuevo a casa.
—¿Su hija? ¿Qué le hace pensar que yo soy el indicado? —preguntó con un extraño brillo en su mirada.
—Muchos otros príncipes y plebeyos lo han intentado: vos sois mi última esperanza. —Juntó sus manos como si fuese a rezar—. Se lo ruego: ayúdeme. Le daré lo que más desee.
El príncipe, al olor de una posible recompensa, accedió a escucharle. No era una persona fácil de convencer, pero, tras largos minutos, llegaron a un buen acuerdo. El heredero iría al día siguiente a rescatar a la princesa, bueno, su futura princesa.
El bosque no le aterraba. Había paseado demasiadas tardes por allí. Aunque había una gran diferencia. Ahora iba completamente solo; la única compañía era la de su caballo.
Tardó más tiempo de lo previsto en encontrar la torre. Se perdió un par de veces. Al estar contemplándola, por fin, desde abajo, se sintió insignificante. ¿Qué horrores le deparaban una vez cruzase ese umbral? ¿Qué era lo que retenía a la princesa y por qué nadie había logrado rescatarla?
Extrajo su espada y se dispuso a girar el pomo. La oscuridad le recibió. La estancia era pequeña: una mesa y un par de sillas, una cocina un tanto mugrienta, unas largas escaleras y… ¿qué había sido ese ruido? La puerta se cerró tras él y el príncipe se quedó quieto, intentando acostumbrarse a toda esa penumbra.
Fue entonces cuando pudo descubrir la procedencia de su pequeño sobresalto: un ratón, un maldito ratón. Resopló, él era más valiente que eso. Dio un pisotón al suelo para que el animal se escondiera y dejase de molestarle.
En ese sitio no había nada más que animales repugnantes que habían tomado la torre como su único hogar. Se recolocó la camisa. Debía salir de allí lo antes posible. Así que se dirigió hacia los escalones.
Espada en alto, continuaba su recorrido en completo silencio. «Encerrada en lo más alto de la torre» eso le habían dicho. Esperaba que hubiera un feroz monstruo devora-príncipes custodiando la puerta de la habitación. La de leyendas que contarían de su gran hazaña al vencer al dragón… Pero las escaleras llegaban a su fin y nada aterrador le había pasado.
Debía admitir que estaba un poco decepcionado. Aunque, por otra parte, había sido fácil y no había supuesto ningún peligro. Ya se inventaría algunas partes para que su pueblo se quedase más asombrado de la cuenta. Las leyendas las seguirían contando y seguro que compondrían una canción en su nombre.
Por fin estuvo delante de la puerta; era de madera oscura, vieja y poseía un extraño tallado que no logró descifrar. La abrió con suma lentitud, introduciendo la cabeza por el hueco que creaba. Una habitación de piedra bastante austera se presentó ante él. Solo tenía un espejo, un escritorio, una silla y…en la cama estaba sentada la supuesta princesa.
Ella miraba por la pequeña ventana, totalmente absorta en sus pensamientos, pero no lucía como una princesa: su pelo era oscuro como la noche, sus ojos marrones apagados, su piel morena. No parecía frágil, ni débil y, sobretodo, su expresión no era nada dulce. Llevaba un vestido harapiento y de un color que no logró descifrar. La tela no marcaba su cuerpo, no dejaba ver su piel, se sentía timado.
—¿Princesa? —preguntó con un hilo de voz y bajando la espada.
—¿Sois vos mi salvador? —Las lágrimas aparecieron rápidamente en sus ojos. Se veía más frágil de lo que pensó en un principio.
—Así es… —Entró y miró el lugar— ¿Estáis bien?
—Sí, me… me llamo Alsar, ¿y vos? —Se limpió las lágrimas con el dorso de su mano.
—Soy el príncipe Caleg. Me alegro de haberos encontrado. — Él mismo se preguntaba si sus palabras habían sido sinceras.
—Esto aún no ha terminado. Muchos vienen y nadie consigue rescatarme. —Se cubrió el rostro con las manos, parecía realmente afectada.
—¿De qué os tengo que proteger? —Se puso en guardia, dispuesto a luchar contra lo que fuera.
—Es una maldición. Estoy aquí encerrada hasta que me den un beso de amor verdadero —le explicó, volviéndose a limpiar las lágrimas.
—Qué maldición más rara. —Frunció el ceño mientras envainaba su espada y se rascaba la cabeza con un solo dedo.
—La bruja no sabía esa excepción. Me maldijo al nacer. Ella estaba enamorada de mi padre y odiaba la vida tan feliz que llevaba al lado de otra mujer.
—Entiendo. —Se acercó a ella y se sentó a su lado—. Así que os tengo que besar…
—Eso parece. —Se encogió de hombros. Sus palabras habían sido tímidas, pero su expresión era tan sensual.
—¿Cuánto tiempo lleváis aquí? —le preguntó, necesitaba unos segundos para asimilarlo.
A decir verdad, cuanto más la miraba, más se asemejaba a una princesa y más atractiva le resultaba. Era bastante diferente a otras herederas que había visto.
—Perdí la cuenta. —Agachó la cabeza unos segundos. La levantó para mirarle de un modo completamente desgarrador—. Ha pasado mucho tiempo.
—Eso ya se acabó, mi princesa.
Colocó la mano sobre su mejilla. Tenía la piel realmente suave. Sus labios le llamaban, le pedían a gritos que los probase. Los prejuicios que había tenido en un primer momento se habían esfumado y carecían de fundamentos. Cerró los ojos y la atrajo hacia él, provocando que sus bocas se encontrasen.
El príncipe sentía que era su destino encontrarla, que estaban destinados a pasar el resto de su vida juntos. La llevaría al palacio, se casarían, tendrían muchos hijos preciosos y vivirían felices y comerían perdices. El pueblo la adoraría y ellos no tendrían más que agradecerle a la bruja por haberlos juntado. El bien siempre ganaba. Ella se separó con una sonrisa pícara en su rostro.
—Sois… sois tan estúpido. —Dejó escapar una leve risa mientras se levantaba de un salto y le arrebataba la espada— ¿Os habéis creído toda esa cursilería? Por favor…
—No… no entiendo —logró balbucear. Todo había parecido tan perfecto.
—Deja que os lo explique: la maldición no se puede romper, pero sí puede pasarse a otro. Con vuestro beso, acabo de ganarme la libertad y un reino. Oh, sí, todos se asombrarán ante la historia de vuestra horripilante muerte.
—¿Qué? —Acababa de comprenderlo, más o menos. Se levantó con furia contenida— ¿¡Qué!? ¿Me has engañado?
—Debía hacerlo… La anterior princesa que estaba aquí también lo hizo y estoy segura que a ella también la engañaron —suspiró, acercándose a la puerta—. Escuchad, con el tiempo aprenderéis a perdonarme. Pronto olvidaréis quién le encerró y lo único que llenará vuestro tiempo será cómo engañar a la siguiente persona que, llena de ingenuidad y bondad, suba a vuestros aposentos. Llevaba años ensayando las lágrimas, me han salido bien, ¿verdad?
El príncipe no tenía palabras, parecía que su lengua había desaparecido. La princesa le mostró media sonrisa. En ese momento lo entendió, o creyó entenderlo. Ella no quería hacerlo, pero el juego iba así. Ignoraba quién había lanzado semejante maldición ni porqué. Ni siquiera quién había sido el primero, pero lo que realmente importaba era salir de allí.
—Perdonad que me vaya tan pronto, pero tengo un mundo que explorar. Buena suerte, mi príncipe.
—Esperad. —Alargó la mano para intentar atraparla, pero ella se escabulló entre sus dedos, saliendo de la habitación en apenas un suspiro.
La puerta se cerró y, por mucho que lo intentó, esta no volvió a abrirse. Resopló y se sentó en la cama, mirando hacia el exterior. Pudo apreciar su figura a lo lejos. La princesa se llevaba su caballo. Ella ocuparía su trono y él no había obtenido ninguna recompensa.
La curiosidad había acabado con él. La estupidez, la naturalidad de la chica habían logrado que cayese en una trampa tan sencilla. Él había esperado encontrar dragones, monstruos terroríficos que intentarían matarle por querer llevarse a la prisionera. Nada de eso. Ningún libro le había enseñado que de lo que de verdad tenía que protegerse era de las princesas encerradas en las torres.