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El detonante de la guerra fue aquella intención de establecer comunicación en una taberna cualquiera. Shell estuvo allí, vio cómo aquellos sin-nombre entraron al lugar y se movieron como si fuesen sus iguales. Se atrevieron a subirse a una mesa y a hablar de sus poderes, reflexionaron sobre sus diferencias y remarcaron que ellos, en un pasado, también fueron humanos.
Las malas palabras y las agresiones no tardaron en hacer acto de presencia. Los habrían matado de no ser por la intervención de Shell. Ella sola logró calmar a toda esa panda de babeantes bobos borrachos que estaban cansados de su monótona vida. Sacó a los sin-nombres por la puerta trasera y los puso en sobre aviso de que no podían volver a entrar en una ciudad de esa manera.
Gracias a ese acontecimiento, pudo ganarse su confianza. Pensó que iba a ser más difícil, pero aquellas personas eran mucho más abiertas que cualquier humano estándar. Una de las jóvenes a las que había salvado se llamaba Hiryan, fue la encargada de abrirle las puertas de su casa.
Conversaron durante días mientras que la guerra se iba fraguando en la ciudad. Se estaban preparando para atacar donde más les dolía a los sin-nombre. Cualquier simpatizante, cualquier persona que pensara que eran una bendición, encontraría un cruel destino. Shell estaba caminando en la cuerda floja cada vez que los visitaba.
Sin embargo, eran extremadamente curiosos. Su manera de vivir, su capacidad para usar sus poderes con moderación y con lógica. No lo hacían para demostrar al mundo lo fuerte que eran, solo lo usaban cuando era necesario, pero practicaban a menudo para no perder esa habilidad.
Hiryan tenía los ojos marrones, almendrados y bastante grandes. Lo observaba todo con curiosidad y con sorpresa al mismo tiempo, como si no se acabase de acostumbrar al mundo que la rodeaba. La piel verdosa no parecía demasiado saludable, pero, por lo que le había dicho, estaba en plena forma. Lo último que destacaba era su pelo castaño casi inexistente.
Shell había preguntado más de una vez cómo se concedían los poderes, pero su nueva amiga era reacia a contarle el secreto mejor guardado por los sin-nombres. A pesar de todo, una tarde cualquiera, cuando el sol se estaba acercando poco a poco a las montañas, Hiryan le dijo que quería enseñarle algo importante.
—Tienes que ser cautelosa, el viento tiene oídos —le había dicho mientras se llevaba uno de sus larguiruchos dedos a la comisura de los labios.
Dejó que le agarrase de la mano y la guiase por las solitarias calles. Era la tranquilidad que precedía a la tormenta. El aire estaba tan cargado de amenazas que costaba respirar. Siguieron caminando, alejándose del centro de la ciudad hasta que Hiryan se detuvo frente a la enorme explanada que separaba las dos ciudades más importantes del país.
Shell frunció el ceño. Allí no había nada fuera de lo común. Separó los labios para hablar, pero su compañera hizo un extraño gesto que la dejó algo hipnotizada. Al cabo de unos segundos, una luz verde apareció ante ellas. Una pequeña bola que, con un simple tacto de Hiryan, empezó a moverse. Dibujó con lentitud un arco. Si miraba a través de él, se podía apreciar cómo el campo desaparecía y un frondoso y oscuro bosque lo sustituía.
No era capaz de asimilar lo que estaba contemplando. Se atrevió a dar un paso y ser engullida por aquel extraño portal. Los enormes árboles de madera y hojas oscuras crecían hasta que se abrazaban entre ellos en el cielo. A pesar de lo que se pudiera pensar, había luz. Unas plantas, que danzaban al son de una brisa agradable, iluminaban el paso con un color azulado. Algunas motas de color bañaban el manto de césped verde grisáceo.
—¿Qué es este sitio? —Se giró para comprobar que su acompañante había entrado y que la puerta se había cerrado tras ellas.
—Aquí es donde reside toda la magia.
—¿Quieres decir que…?
—Nuestros ancestros vivían en estos bosques, aislados de la sociedad por voluntad propia.
Shell dejó escapar una leve risa por la nariz. No era culpa de los humanos que viesen como extraños a los sin-nombres. Ellos se separaron de la sociedad que se estaba creando. Hasta ese instante, vivían en paz porque no habían mantenido relación, pero pronto empezaron a salir de sus bosques, a exigir viviendas, a relacionarse con los demás, a esperar que fueran tratados como iguales.
Conforme avanzaban, Shell apreció que seguían un sendero serpenteante que parecía llevar a un destino claro. Estaba algo tensa porque sentía que la estaban observando. Pudo confirmar las sospechas cuando descubrió a un centenar de ojos pestañeando entre la vegetación. Se estremeció solo de pensar en los diferentes tipos de criaturas que vivían en esos lugares y no habían sido descubiertas por los seres humanos.
—Su filosofía de vida era la de estar en pleno contacto con la naturaleza, tenían una relación estrecha que les permitía ayudarse mutuamente. —Siguió relatándole Hiryan mientras jugueteaba con sus pies descalzos con una pequeña piedra azulada—. Con el paso del tiempo, la naturaleza se lo agradeció de la única forma que sabía.
Shell tuvo que apartarse cuando vio a una especie de hipocampo alado que voló, asustado, por su lado. Los seres vivos del lugar no parecían hostiles, aunque su apariencia reflejase todo lo contrario. Por el momento, nada había salido a atacarles.
Para ella, todo eso era una nueva experiencia. Por su interior, recorría una excitación que resultaba muy difícil de ocultar. Sin embargo, años de entrenamiento en el ejército habían moldeado suficiente su carácter como para saber que las emociones debían ser guardadas bajo llave y sentirlas en completo silencio.
—¿Cómo lo agradeció?
—Con el río de la sabiduría. Es invisible para ciertas miradas.
Hiryan parecía estar contemplando un punto en concreto. Sus ojos estaban en constante movimiento, como si estuviera observando pasar el agua. Por mucho que Shell buscaba la fuente de su interés, no logró encontrarla. Por allí no estaba paseando ningún río.
—¿Cómo puedo creerte si no lo veo?
—Los humanos siempre tan escépticos —rio ella mientras siguieron andando. Decían que querían el mismo trato, sin embargo, seguían diferenciándose en dos razas.
Sus pies se detuvieron cuando estuvieron ante un enorme árbol, de copa desnuda y con un hueco en el centro de su tronco. De las ramas colgaban pequeños hilos de luz que se movían a placer. Las raíces salían y se enterraban en la tierra, como si el árbol las hubiera sacudido. Parecían animales que serpenteaban por un mar sólido. Lo que más le llamó la atención fueron esos pequeños brillos que parecían salir del agujero.
—Aquí nace el río —dijo Hyran señalando el tronco—. La naturaleza nos regala este trocito de paraíso para que sepamos apreciar nuestra existencia. Solo las personas de mentes abiertas, merecedoras del poder, pueden ver el río y beber de él.
—¿Tú bebiste?
—No. —Sacudió la cabeza con lentitud—. A partir de cierta generación, nacemos con los poderes recorriendo nuestra sangre.
Shell alzó sus cejas. Se le ocurrían miles de razones para estar en contra de esta nueva raza que la propia naturaleza había creado. Según le había dicho Hiryan, hacían un ritual al cumplir una cierta edad. Era determinante para saber si esa persona seguía teniendo poderes o si, por el contrario, corría otro destino peor. A pesar de todo, dijeran lo que dijesen, seguían siendo una sociedad podrida por dentro. Seguían siendo humanos disfrazados. Sí, podía ser que su aspecto fuese diferente, que su estilo de vida era radical, que sus opiniones no casaran, pero, en el fondo, seguían siendo los mismos desechos.
Apartó la vista del árbol. Había sentido cómo la comida de aquella mañana se revolvía por su interior y amenazaba con salir de su cuerpo. Tenía que calmarse. Sentía las lágrimas en sus ojos, pero no estaba dispuesta a delatarse. No tan pronto. Se giró hacia Hiryan y le dedicó media sonrisa.
No podía engañarse, le había cogido cierto cariño. Aun así, había algo más fuerte que los sentimientos. Algo que las separaba irremediablemente. Se atrevió a agarrar su mano y colocarla sobre el corazón. Tenía que ver que, a pesar de sus diferencias, era el mismo latido.
—Siempre supe que éramos iguales. —Hiryan le sonrió, aunque parecía que no acababa de entender sus palabras—. En cierto sentido, creo que podemos llegar a un acuerdo. Esta guerra es totalmente innecesaria y se puede evitar.
—Yo también opino lo mismo. Podemos vivir en armonía. Si tan solo lo intentásemos… —Hiryan imitó su gesto y colocó la mano de Shell sobre su propio pecho. De esa forma parecían estar más conectadas.
—Solo dime una cosa. —Por mucho que lo intentase, Shell ya no podía retener sus lágrimas, que viajaban silenciosas por sus mejillas.
—Lo que quieras —le susurró, como si le estuviera haciendo una confesión.
—¿Qué pasaría si este árbol muriese?
—La magia acabaría. Está claro.
Shell dejó escapar todo el aire de golpe. Se lo imaginaba, pero no quería terminar de creérselo. Por encima de sus sentimientos, por encima de ella misma, estaba la humanidad, estaba la tierra a la que amaba. No podía darle la espalda solo porque parecía que había un rayo de esperanza sobre sus cabezas.
—Los sin-nombres siempre vais a tener un problema —Hiryan ladeó la cabeza, sin saber exactamente a qué se refería. Estaba tan perdida en los ojos de Shell que ni siquiera se percató del movimiento que ella hacía—: confiáis demasiado en la bondad de los demás.
Shell sintió que la daga se clavaba, no solo en el pecho de su compañera, sino en su propia conciencia. Se retorcía en sus entrañas, destruyendo todo a su paso mientras contemplaba cómo Hiryan perdía el brillo en sus ojos con tanta rapidez que la asustó. Extrajo el arma con esfuerzo. Sentía que estaba sudando. Trató de dejar el cuerpo sin vida de la chica con lentitud en el suelo. Sin embargo, se resbaló entre sus dedos y acabó chocando contra la tierra, que se fue tiñendo poco a poco del rojo más intenso que jamás había visto.
Aquel día Shell confundió al mundo. En su funda que llevaba en la espalda no guardaba su instrumento preferido. Se había equipado con una de las mejores hachas que había podido encontrar y comprar con el poco dinero que le quedaba de su paga mensual.
Se enfrentó al enorme árbol. Sería una misión difícil, tardaría horas, días quizás. Sin embargo, no tenía prisa. Acabaría con aquella raza, con la magia, antes de que la guerra llegase aún a más.
La naturaleza nunca debería haberle dado tanto poder a unos simples humanos, siempre acababan estropeando todo lo que brillaba.