9 formas de acabar con tu vecino

Etiquetas: Fantasía, Drama, Sobrenatural

Tiré la última caja de cartón junto al resto. Por fin había acabado la mudanza. En los 200 años que llevaba anclada a la existencia, no me había acostumbrado a eso de cambiarme de piso. Sin embargo, se lo prometí a mi recipiente antes de poseer su cuerpo. La estaba ayudando a ser una escritora de renombre y consiguiendo un estudio en el centro de su ciudad favorita.

El último libro que estaba escribiendo me miraba desde el portátil encendido. Me estaba costando. No conseguía darle el toque siniestro que buscaba. La verdad que ese fue mi peor asesinato.

Cuando vivía, me dedicaba a matar. Lo hacía por placer, porque me sentía poderosa al ser capaz de mover los hilos del destino de algunas personas. Nunca llegaron a descubrirme. Una lástima que una estúpida enfermedad me arrancase de mi disfrute.

A pesar de todo, se me dio una segunda oportunidad y me convertí en fantasma. Aprendí a poseer el cuerpo de los demás y aquí estamos, conviviendo con Nadie. La pobre estaba dispuesta a todo con tal de triunfar.

Contaba mis pecados para redimirme y ella se hacía famosa. Ambas salíamos ganando. Los lectores estaban sorprendidos con el realismo que le había dado a esos casos sin resolver de siglos atrás. Yo siempre me acababa excusando en que la imaginación era una de las mejores herramientas que poseía el ser humano. De todas formas, ya no me podían meter en la cárcel ni aunque descubriesen la verdad.

El timbre resonó por el estudio. Me dirigí a la puerta, con el gato de madera entre mis manos, para abrirla. Tras ella, había un tío con una camiseta blanca de manga corta, se le pegaba al cuerpo, marchando esos abdominales de los que tan orgulloso se debía sentir. Parecía tener unos veintitantos años, más o menos la edad de Nadia. Tenía el pelo engominado hacia atrás y unos ojos verdes que harían suspirar a más de una persona. Esos pantalones no le ayudaban con el conjunto. ¿Dónde iba con todo tan ajustado? Ya no me hacía falta ni imaginármelo desnudo.

—¿Y tú eres? —Aquí estaba mi amabilidad en estado puro.

—Tu vecino, el de la 504. Quería darte la bienvenida y… —Me miró de arriba abajo como si hubiese esperado a alguien mucho menos agraciado—. Y recordarte que estoy soltero, por si te interesa.

—Ajá.

No me molesté ni en comentar su idiotez y me dispuse a cerrarle la cara en las narices, pero su mano fue mucho más rápida.

—Oh, venga, ¿no me vas a dar las gracias?

—¿Por qué? ¿Por ser un idiota?

Dejé escapar una sonrisa. Cómo me gustaría reventarle la cabeza con la figura que seguía en mis manos, clavarle una de las orejas puntiagudas en un ojo, hacerle sangrar y gritar hasta que se agotase y acabase muriendo de pura agonía. Lo disfrutaría demasiado…

«No caigas en el mismo error que cometiste en tu anterior vida».

Nadie me recordaba, desde su rincón de observar, que matar estaba mal. Hacía años que no empuñaba un cuchillo con ese propósito, para eso tenía la escritura. Me desahogaba con ella, apuñalaba las teclas con las historias de mis crímenes para convencerme de que no podía volver a pasar.

—Oh, venga, vas de dura, pero yo sé la verdad —Se acercó a mí, empujándome un poco para abrir más la puerta que nos separaba—: en menos de una semana, te habrás enamorado de mí y me suplicarás de rodillas que te preste algo de atención.

—Lo que tú digas, campeón.

Esta vez sí, conseguí cerrar la puerta y olvidarme de que ese tío existía y de que era mi vecino. Era increíble cómo las palabras salían de mis dedos cada vez que revivía la rabia que ese chulo-playa me provocaba. Al menos me había ayudado a darle el estilo que buscaba para la novela.

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¿Podía tener más mala suerte? Me había decantado por leer algo antes de dormir, peor estaba resultando imposible. La habitación de mi querido vecino compartía pared con la mía. El muro que las separaba era demasiado fino. Podía escuchar casi todo lo que estaba pasando allí y no me gustaba nada. Escuchaba esa estridente voz femenina y una, no, dos voces masculinas que me dañaban los oídos.

Apreté el libro entre mis manos mientras lo cerraba de un golpe. Dejé la lectura para otro momento. ¿Podían ser más ruidosos? Otra vez unas imágenes acudieron a mi mente.

Una habitación decorada con luces rojas y corazones rosas pegados en la pared. Yo, derribando la puerta de una sola patada. Mi vecino en cuestión sentado en la cama y los otros dos a ambos lados de él. Encendía la motosierra que había conseguido previamente mientras les pedía a los invitados que se marchasen de allí antes de que la cosa se pusiera fea. Ahí sí que iba a gritar, pero de dolor.

«Por muy mal que nos caiga, debes calmarte. Hay otras vías más diplomáticas para que nos deje en paz»

Pegué varios golpes a la pared, con fuerza, para hacerme oír y para deshacerme de esa fantasía que nunca vería cumplida. El ruido cesó durante unos gloriosos segundos. Bien. Quizás habían pillado la indirecta y habían decidido ser más silenciosos.

Me tumbé y me eché la sábana hasta que me tapó la cabeza. Alargué la mano para apagar la luz. Fue en ese momento cuando recibí la respuesta: tres golpes y unas palabras lejanas que los acompañaban.

—¿Te unes, vecina?

Risas. Dejé escapar un refunfuño. La fiesta volvió a su cauce. Me parecía recordar que tenía guardado un par de tapones para los oídos. Sí, ahí estaban. Me los coloqué y me aseguré de que eliminaban gran parte del ruido. Así era. Me dispuse a dormir con las escenas más sangrientas que mi imaginación pudiera crear. En todas ellas aparecía un único protagonista.

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La vida de una escritora no era fácil. Lo malo y lo bueno de trabajar desde casa era que te podías permitir empezar cuando quisieras y terminar cuando estuvieras cansada. Aquella mañana de sábado no tenía fuerzas para nada. Aparté esa desgana, sin embargo, había que ganarse la vida y eso solo lo conseguiría si me ponía a escribir.

Así que, con mi pijama de unicornio, mi moño mal hecho y mi taza de té, me senté en el sofá para introducirme en mis recuerdos. Elegí una lista de canciones que me ayudaba a crear una atmósfera oscura y tenebrosa.

No llevaba ni la mitad del capítulo cuando el timbre de la pueta sonó. ¿Quién sería? ¿Quién podría ser a esta hora? Dejé el portátil sobre la mesita de café y me dispuse a abrir.

No. Otra vez no. Esta vez venía con un pantalón de pijama y sin camiseta. Puse los ojos en blanco mientras sentía la urgencia de cerrarle la puerta de nuevo.

—Buenos días, vecina, ¿tienes huevos? Estamos preparando unas tortitas, pero me he dado cuenta de que nos falta el ingrediente principal.

¿Quería huevos? Yo le iba a dar huevos. Se los tiraría a la cara, uno a uno. Más de dos docenas si hiciera falta. Después utilizaría las cáscaras para cosas tan turbias que daba miedo hasta pensarlas. No. No. Matar no estaba bien.

«No te alteres, es un simple idiota. Ignórale, quizás se canse y se vaya» me recordó Nadia desde su rincón.

—No, no tengo. —Fin de la conversación, si le cerraba la puerta, volvería a mi rutina.

—Oh, venga. —El tío, con su cara dura, entró en mi estudio y se quedó unos segundos observándolo. Se dirigió a la cocina sin preguntar si quiera—. Esta decoración no te pega para nada. A ver si damos con esos huevos.

—¿Te importa? Estoy en medio de algo importante.

¿Y si lo empujaba a la nevera y lo dejaba allí hasta que muriera de frío? Ojalá estos electrodomésticos tuviesen una cámara interna para ver el proceso. ¿Y si encendía la hornilla y ponía su mano en el fuego? Era demasiado tentador. Cerré el puño con fuerza y traté de ignorar esos impulsos primitivos antes de que Nadia me recriminase por ellos.

—Oh, perdona, ¿tienes compañía? No sé si le vas a conquistar con ese pijama tan… infantil.

—¿Puedes coger tus huevos y marcharte de aquí?

Ya me daba igual que me robase, necesitaba que se fuese de mi casa de una vez. El joven alzó las cejas, imaginando alguna obscenidad con mis propias palabras. Le metería la cara en la túrmix y haría puré con esa expresión que me traía.

—Vale, ya me voy. Gracias por los huevos —dijo mientras se dirigía, por fin, a la salida. Se detuvo en el pasillo y se giró para mirarme—. Que sepas que mi propuesta de anoche sigue en pie.

Sacudí la cabeza y volví a la escritura una vez hube escuchado que se metía de nuevo en la cueva de la que había salido. Por desgracia, no pude pasar demasiado tiempo escribiendo. Mi amiga me mandó un mensaje para que quedásemos. Llevábamos tiempo sin quedar y tal ver era hora de volver a tener un reencuentro y contarnos nuestra vida. Quizás podía desahogarme con ella un poco.

Me decidí a estrenar ese vestido amarillo primaveral que me tenía enamorada porque me recordaba un poco a la vestimenta de mi época. Salí a la calle. El día anterior había llovido, pero el sol pegaba con fuerza esa mañana. Me coloqué las gafas para evitar que los rayos me dañasen los ojos. La cafetería en la que habíamos quedado estaba cerca y era un paseo agradable.

Tras nuestro encuentro que estuvo cargado de cotilleos, risas y filosofía sobre la vida, me dirigí de nuevo a casa. Estaba a tan solo unas manzanas del piso cuando escuché cómo alguien me pitaba. Era una moto. Pensé en lo peor que podía pasar. Esperaba que no se estuvieran dirigiendo a mí o que se quedase en un intento fallido de llamar la atención. Recé para que se fuera.

Sin embargo, escuché un derrape, una frenada de golpe. Noté que el agua que estaba estancada en la carretera manchaba mis piernas y mi hermoso vestido. Dejé escapar un gruñido de frustración. La moto se había detenido un par de metros delante de mí.

La persona que la manejaba llevaba una chupa de cuero. La espalda era ancha, como la de un hombre que iba mucho al gimnasio. Cuando se quitó el casco y me miró, el mundo se me cayó a los pies.

—¿Te llevo, preciosa?

Podría tirarle de la moto, subirme a ella, arrancar y pasar veinte veces por encima de su cuerpo. Veinte no, quizás cuarenta o setenta. Las necesarias para asegurarme de que estuviera bien muerto.

—¿Eres idiota? ¡Mira lo que le has hecho a mi vestido!

—Oh, lo siento. —Parecía afectado, pero no me lo creía—. Deja que compense mi metedura de pata.

Podría atarle la cara al tubo de escape y darle al acelerador hasta que explotase. Tendría que mirar si eso era posible, pero las ganas seguían ahí.

«Tranquila. No merece la pena, volvamos a casa»

Nadia tenía razón: lo mejor era ignorarle y ya. Pasar de él. Sin embargo, mi vecino era muy pesado. Me siguió con la moto, la aparcó y se bajó de ella para acompañarme, sin que nadie se lo hubiera pedido.

Llamó al ascensor por mí, como si yo no tuviera dedos para hacerlo. Ojalá las puertas se abriesen y aun no hubiera llegado, así podría tirarlo allí dentro y dejar que lo aplastase. Pronto descubrí que todo funcionaba con normalidad. Pulsé el número de mi planta y esperé en silencio, mientras él seguía pidiéndome enmendar su error. Yo sabía lo que quería. No lo iba a conseguir.

Podría estamparle la cabeza contra el espejo y utilizar los fragmentos para cortarle la garganta de una punta a la otra, dejaría que se desangrase en el suelo y me iría a casa. Viviría tranquila de nuevo. Ni dos días y ya estaba resultando ser una tortura.

—Venga, deja que te limpie.

Me agarró de la mano y tironeó de mí para que le siguiera hasta su apartamento. Decidí dejarme arrastrar. Si me llevaba a su territorio y veía que ni siquiera en esa zona tenía una posibilidad conmigo, quizás me dejase en paz.

Su hábitat era muy parecido al mío, algo más pequeño y, tenía que admitirlo, con mejor decoración que el mío. Me quedé de pie junto a la puerta mientras él se dedicaba a disculparse y recoger la ropa que había por el suelo. Daba por hecho de que las personas de la noche anterior ya habrían huido de allí.

—Deja que te dé ropa para que te cambies. Lo siento, de verdad.

No dije nada. Lo notaba nervioso. No sabía por qué. Hasta ese momento se había comportado con una naturalidad merecedora de un puñetazo en la cara. En ese mismo instante estaba actuando como si fuera un ratón asustado porque un gato grande y gordo estaba vigilando la puerta de su escondite.

Chasqueé la lengua y me decidí a cotillera el lugar. No tenía muchos objetos personales. No había fotografías de amigos o familiares, ni siquiera de alguna serie o grupo de música favorito. Nada de eso. Todo era demasiado frío y distante.

—Puedes cambiarte en el baño. Te he dejado una toalla para que te seques la pierna —me dijo mientras me daba una camiseta blanca arrugada.

Asentía con la cabeza y enfilé el pasillo. Me detuve delante del cuarto de baño. Mis ojos se desviaron a la puerta de la habitación, estaba entreabierta. Tenía mucha curiosidad por saber cómo sería su cueva de macho alfa.

«Ni se te ocurra, es mala idea»

Sacudí la cabeza al escuchar a Nadia. Tenía razón. Era una idea pésima. Me limpié las piernas, me cambié de ropa y doblé la sucia. Le maldije en silencio al ver que no me había dado pantalón. Daba gracias de que la camiseta me llevaba hasta la rodilla. Me la había jugado y yo ni me había dado cuenta.

«No puedo más» le dije a Nadie mientras salía con sigilo del baño. «Tengo que mirar ese cuarto». Después de engañarme con la ropa, era lo menos que podía hacer. Quería asegurarme de que no escondía nada bajo esa careta de tío que se creía perfecto y que conseguía todo lo que se proponía.

Me asomé con lentitud, poco a poco. No había luces ropas ni corazones rosas pegados a la pared, pero…

—¿Qué demonios?

Me acerqué a la estantería y recorrí con los dedos los cinco libros que tenía. Todos eran míos. Todos. Entonces, tenía que saber quién era yo. Cogí uno al azar y lo abrí. Me sorprendió ver mi firma sobre la primera página.

Para Jorge, con cariño, espero que este no sea el último asesinato que presenciemos juntos.

No recordaba hacerlo escrito. No le recordaba. ¿Por qué no? Pasaba tantas personas por mi vida que era incapaz de acordarme de la cara y el nombre de todas. Él, sin embargo, sí sabía quién era yo. En eso no había ninguna duda. ¿Por qué no empezó así? ¿Por qué no me dijo que era uno de mis lectores?

Me detuve en un corcho que sobresalía detrás de una cómoda blanca. Me acerqué para sacarlo con cuidado de allí. El corazón se congeló al ver lo que había clavado con chinchetas. Eran fotografías. Muchas. En todas salía Nadie. Había algunos post-it pegados con interrogantes y palabras sueltas como «¿es ella?»

—Vaya… —Su voz me erizó la piel—. Siento que hayas visto esto.

¿Quién era este hombre? ¿Qué quería de mí? ¿Era un fanático obsesionado conmigo? ¿O era algo más? No me atrevía a girarme para encontrarme con sus ojos, pero tenía que hacerlo si no quería sufrir un ataque sorpresa que me imposibilitaba defenderme.

—¿Qué es todo esto? —le pregunté. Necesitaba las respuestas.

—Llevo siguiéndote la pista durante mucho tiempo, Nadie —me dijo mientras se acercaba a mí. Coloqué el corcho contra mi pecho, me cubría gran parte de mi cuerpo. Lo utilizaría como escudo—. O quizás deba llamarte de otra forma, Micaela.

No podía ser. Era imposible que hubiera descubierto lo que estaba pasando, el trato que teníamos mi recipiente y yo. Nadie lo había averiguado en estos últimos años. Nadie podría hacerlo. Los humanos no solíamos creer en cosas de fantasmas.

—Veo que aún no lo entiendes, ¿verdad? —Dio un par de pasos más hacia mí, yo me moví con lentitud hacia la derecha. El joven se detuvo delante de la estantería y cogió uno de los libros, lo hojeó—. Este es mi favorito de todos lo que has escrito. Lo describes tal y como pasó.

Mis ojos se posaron sobre el libro. No había elegido uno cualquiera, había escogido el libro del que más orgullosa me sentía, el que más éxito tenía. Era el mejor crimen que cometí, el primero de ellos. Después de ese, solo traté de imitarlo, pero ninguno me hizo sentir de la misma forma ni salió igual de bien.

—Tú no eres Jorge.

—Oh, no, hace tiempo que me deshice de su cuerpo. No podía permitir que me descubrieras tan pronto.

—¿Qué haces aquí?

—Lo mismo debería preguntarte yo. Acabaste conmigo como si fuese un cualquiera. Me mataste porque quisiste, porque lo necesitaste, porque tu vida era un sinsentido conmigo. No lo digo yo, lo dice tu libro. Te he esperado durante años, te he estado buscando por todas partes. Y por fin te encuentro.

Sacudí la cabeza. El único error que cometí en el primer asesinato fue elegir a alguien cercano a mí. La persona que más veía a diario era, sin duda, mi marido. Él había sido el detonante de todos esos crímenes que cometí después. Lo nuestro fue un matrimonio concertado, nunca hubo amor. Necesitaba librarme de él. Simplemente porque me había aburrido de su caballerosidad, de su tranquilidad, de sus buenos modales. Era tan asquerosamente perfecto que acabé por odiarle. Le necesitaba fuera de mi vida si quería buscar otras aventuras.

—Me parece que esta vez estamos en igualdad de condiciones, querida.

¿Este era mi final? ¿Aquí acababa mi aventura? El karma, dios, o lo que fuera que hubiese en este mundo, había decidido que tenía que morir a manos de mi propio esposo, justo como yo acabé con su vida.

Él había cerrado toda vía de escape. Siempre que había cometido algún asesinato, lo hacía sin que la otra persona fuera consciente de lo que planeaba. A todos los pillaba por sorpresa. Esta vez me había tocado a mí ser la sorprendida.

Se iba acercando a mí con lentitud, disfrutando de cada segundo que pasaba dolorosamente lento. Hasta aquí mi camino, hasta aquí mi redención. Sin embargo, las palabras de Nadia resonaron en mi cabeza como si no hubiera sido ella la que hablaba, como si fuese una orden que estaba dispuesta a cumplir.

«Mátalo».

36 comentarios en “9 formas de acabar con tu vecino”

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